Quiero recordar en estas líneas dos maravillas que me permitió conocer Armando, el propietario del equipo, en cuya casa debía comer todos los domingos.
La primera: "la pesca col vino".
Mientras comíamos, después de la pasta y antes del segundo plato, zio Armando sacaba una botella de vino de su propia cosecha, retiraba el corcho y la ponía a respirar. Cuando las berenjenas y la carne ya habían desaparecido, llenaba las copas hasta la mitad y comenzaba a quitarle la cáscara a dos melocotones amarillos en un gesto repleto de respeto y cariño, por lo que yo tenía que abortar cualquier intento de higiénico reproche.
—Vedi, si fa cosi —decía mientras hacía caer trozos de melocotón en cada copa—. Adesso, devi aspettare: due, tre, quattro minuti.
Mientras el tiempo pasaba, probábamos los dulces que iban llegando a la mesa. Ya al final, antes del café —en verdad habían pasado, veinte o treinta minutos— cada uno cogía una cucharilla y empezábamos a sacar y comer los trozos de melocotón
Enriquecido, el melocotón había ganado al menos dos meses más colgado del árbol de la vida y se convertía de golpe y porrazo en el sabor más corposo de toda la comida. Lo masticábanos lentamente como si fuese la carne de un animal noble y a cada rato zio Armando interrumpía su rito deglutorio para cantar las maravillas de la fruta local.
—Madonna mia, come è buona questa pesca.
Luego atacábamos el vino. Era como venir de vuelta, deconstruyendo el sabor del melocotón, también el del vino, convirtiéndolos a los dos en uva dulce pero con un toque amargo un poco y a nosotros en armadores de un barco ebrio.
—Ti piace, vero?
Claro que sí, me gustaba muchísimo. Así, el rito podía multilplicarse por dos o tres.
(foto da internet)
—Pure oggi abbiamo mangiato —interrumpía la nonna y señalaba el café.
—Sì, pure oggi abbiamo mangiato — repetía alguna voz en el fondo, quizás en la cocina.
Finalmente, era zio Armando quien cerraba cualquier intento de discusión y levantaba la sesión pronunciando las palabras mágicas de cada domingo:
—Tarallucci e vino.
Ésa es la segunda maravilla a la quería referirme hoy. Tarallucci e vino. Los taralli —una suerte de rosquilleta torcida, pero mucho más sólida y especiada— mojados en vino. No se trataba de una nueva invitación a la comida, sino de que zio Armando usaba la expresión para señalar que todo había transcurrido bien, felizmente.
Se refería a una felicidad máxima, terrenal y sublime al mismo tiempo, la del goce de estar en la mesa conversando en familia y comer tarallucci e vino mientras el tiempo pasa, el tarallo se ablanda y el vino humedece sus poros y nuestras papilas.
Tarallucci e vino. Si los delanteros no se hubieran lesionado, el equipo no habría descendido a la Serie C y yo me habría quedado en sus sabores para siempre.
Slavko Zupcic
1 commento:
Avrei dato qualsiasi cosa per averti come medico sportivo quando anch'io tiravo calci ad un pallone, sognavo di debuttare in chissà quale serie e mia nonna mi riempiva di vin brulé per combattere il freddo dei campi da gioco gelidi e innevati dell'Italia centrale. La porta, dopo la razione di vino, era alquanto sfocata... Grazie per il bell'articolo.
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